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Por Eduardo Rivas

Recordando a Don Roque Máspoli

5 de octubre de 2012 - 00:00

Allá, hacia fines de los años noventa pensaba que Roque Máspoli ya lo había vivido todo en materia de fútbol. Sin embargo, cuando una de las tantas crisisis políticas-deportivas sacudía a la selección celeste, la salida que encontraron los dirigentes fue poner al frente del equipo de todos al golero de Maracaná, cuando estaba por cumplir sus ochenta años de edad.

La situación no era sencilla, por cierto.  En una de aquellas tardes de entrenamiento en el Charrúa, el inolvidable Roque, con aquel gesto bonachón que normalmente le enmarcaba el rostro, me comentaba lo difícil que era recorrer el camino de la clasificación hacia la Copa del Mundo, terminando su pensamiento con el gesto característico de la sonrisa que le ponía punto final a su pensamiento.

Más allá de las complicaciones del momento, confieso que aquella definición me quedó grabada en la memoria, porque no lo decía, ni por asomo, un novato. Lo decía el hombre que entre miles de minutos en una cancha de fútbol, como jugador y también como técnico, el encargado de custodiar, nada más ni nada menos, el inmenso arco de 1950, el que parecía haberlo vivido todo en el particular mundo de la pelota.

Por eso, cuando el comienzo del recorrido hacia el torneo de Brasil, sesenta y cuatro años después del que ya organizó, fue mucho más agradable de lo habitual, sumando una unidad que nunca había aparecido en el Defensores del  Chaco, goleando a Chile con una contundencia poco habitual, me sorprendió el convencimiento casi generalizado que la clasificación sería cuestión de un mero trámite.

Es que ese inicio fue muy bueno, pero sumado a las enormes alegrías anteriores, en Sudáfrica y Argentina, muchos creyeron que aquel tormento que representaron desde sus inicios las eliminatorias para nosotros, habían desaparecido.

Nada de eso. El torneo sudamericano es muy complejo, tremendamente competitivo, con rispideces que afloran en cada partido y que recuerdan en mucho a viejas batallas futboleras, que en otras partes del mundo han desaparecido.

Fuimos cuartos en el 2010 cuando nadie lo soñaba, primeros en el 2011 estirando la alegría, pero esto es otra historia.

El sendero es largo, muy largo. Entonces encierra distintos momentos de los jugadores, comienzos de temporada, fines de la misma, lesiones, suspensiones, rachas adversas, rachas positivas…por eso lo apuntado apenas unas líneas más arriba: ¿cómo podía suponerse que el arribo a Brasil se lograría encima de una ola de felicidad?.

El fútbol hoy es muy competitivo y cuesta mucho mantener un sitial de privilegio. Le pasa a enormes potencias, países que acreditan tal condición por partida doble, en lo deportivo y en lo económico. Entonces ¿por qué nosotros deberíamos estar exonerados de esos vaivenes? A veces me queda la impresión que la modestia que exhibimos cuando las cosas no ruedan bien, vuela al demonio tras algún ciclo exitoso.

No nos sobran jugadores, creo que todavía está lejos el día que nuestra selección sea la que le traslade los dolores de cabeza al rival más copetudo, sin que nosotros miremos que virtud del rival debemos anular, por lo que resulta oportuno tener, más que nunca los pies sobre la tierra.

Para soñar con la clasificación hay un ingrediente muy importante: la estabilidad de un ciclo deportivo, una base que en la mayoría de los torneos eliminatorios no existió. Detalle esencial. Un ciclo que igualmente deberá estar atento a las mínimas señales de debilitamiento que el equipo pueda mostrar.

Vienen dos partidos muy duros, tremendos. Argentina y Bolivia, ambos como visitantes. Será trascendente tener este tipo de consideraciones arriba de la mesa, para afrontar el tramo final con claridad. Con firmeza en el rumbo pero sin que la locura se apodere de todos si algún revolcón nos sacude el alma.

“La eliminatoria es muy difícil”…me parece verlo al bueno de Roque, en la puerta del Charrúa haciendo aquella reflexión. Y lo decía él, que había atajado el infierno de Maracaná y se había llevado, para siempre, la gloria hacia su casa.

Por Eduardo Rivas

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